Ella se había olvidado de la culpa. Cada vez que relataba
ese momento, resaltaba lo maravilloso, lo dimensional, pero siempre omitía ese casi final, el pseudo final de un ciclo
temprano. Ahí, en el éxtasis, en la cúspide, en el clímax, aparecía, cual
obsesivo, la histórica culpa.
Todo esto es tuyo.
¿Lo quieres?
Es tuyo.
No hace falta que nadie te lo de.
Pero si necesitas oír una aprobación, te lo digo yo, todo
esto es tuyo.
¿Ves ese lago?
Las aguas son transparentes.
Son las verdaderas.
Conócelas.
¿Las ves?
Son tuyas.
Todas.
Pero el se preocupaba por los otros. Por aquellos que no
terminaban de entender. Ó sí, pero creían que había que pagarlo. Evadía su
sentir. Asombrado por tal verdad. Era demasiado. Debía preocuparse por el
miedo. Que los otros se dieran cuenta ¿de qué? De sentir, de que no había
falta, todo era suficiente y nada era necesario.
Los otros desfilaban para un lado y para el otro. La
francesa y su niño en brazos conocían la simpleza de las rocas. El puente
tambaleaba con cada pisada que daban.
A ellos no les importaban. Ellos solo caminaban. No miraban,
solo contaban horas, sin sentir culpa. Esa que a ella le nacía como brote nuevo
y como tronco viejo. Por mirar, lo que otros nunca podrán ni siquiera imaginar.